martes, 2 de junio de 2015

PREMIO CATEGORÍA PROFESORES: PILAR FORTUNY

Acabo de escribir mi última novela.
            Bien pensado no sé si puedo decir “mi” porque no ha salido realmente de mí, más bien me he sentido utilizado por ella para salir a la luz: los personajes salían a borbotones por mis dedos, como queriendo dejar constancia de su existencia en el papel. No he tenido siquiera que ponerme a pensar en la trama o el desenlace, mi pluma se ha ido deslizando mecánicamente, entrelazando las palabras y describiendo los lugares que cuando la leáis vais a recorrer.
No he tenido que pensar en nada: ni en la maestra revolucionaria de la escuela unitaria, ni en el boticario que en ese pueblo también es cura (qué cosa más rara ¿verdad?, normalmente los curas están en el seminario y allí no se estudia farmacia), ni en el alcalde-médico. También el barbero es herrero, pero todos los demás son personajes normales, como los de cualquier novela, con sus más y sus menos, los principales en todas partes llevando el peso de la historia y los secundarios apareciendo aquí y allá para rellenar los huecos en los que hacen falta.
Ha sido una experiencia muy extraña. Todas las mañanas, después de desayunar y de pegarme la ducha fría de rigor, me he sentado en mi escritorio, frente al papel blanco, como siempre hago cuando me dispongo a escribir. Pero esta vez la cosa ha sido muy diferente: en lugar de tener que sacar la lista de papelillos numerados en los que voy anotando cada uno de los detalles sobre los que después se construirá la historia; los papelillos con los nombres de los personajes y su descripción para que no haya después incoherencias a lo largo de la trama, todas esas anotaciones que voy ampliando y desarrollando para crear el libro, en lugar de necesitar todo eso, sólo he tenido que tener a mano un buen montón de hojas en blanco y recambio de tinta para la pluma. Desde el primer momento en que me senté dispuesto a ir anotando datos con los que tejer la historia, vi que ésta estaba ya escrita en algún lugar que no era mi cabeza. Poco a poco empezó a salir y a dibujarse sobre el papel.
Cuando la leáis os daréis cuenta de que a veces por mucho que las personas parezcan malas, en realidad no lo son. Todo el mundo actúa y piensa como lo hace por algo, y somos audaces e injustos a veces cuando nos ponemos a juzgar sólo por lo que vemos.
A la maestra la llamaban revolucionaria porque a la semana de llegar al pueblo a dar clase, reunió a los padres y les recordó que tenían obligación de enviar al colegio a los niños y a las niñas. En aquel pueblo, hasta entonces, iban al colegio los niños pequeños hasta los doce o trece años, cuando sus cuerpos ya habían empezado a crecer y a fortalecerse. Entonces los padres decidían que ya estaba bien de tanta letra y se los llevaban a trabajar con ellos al campo, porque al fin y al cabo eso era  lo que iban a tener que hacer durante toda su vida, como habían hecho ellos y sus padres y sus abuelos por generaciones. Las niñas aún duraban menos en el aula: ellas no necesitaban ser grandes para empezar a trabajar en casa. Con entender las órdenes que se les dieran era suficiente. Y eso la mayoría lo alcanzaba con siete u ocho años. Así que la escuela era más bien una guardería en la que los más avanzados tenían tiempo de aprender a leer y escribir, y ellos algo de aritmética, que para el campo también era útil. Por eso la maestra les llamó incultos y atrasados porque no les interesaba cultivar la inteligencia de sus hijos, y les recordó que era obligación de los padres llevar los chiquillos al colegio hasta al menos los dieciséis años, tanto a los niños como a las niñas. Ella era la revolucionaria además porque vestía pantalones ¡como los hombres! y aquello estaba muy mal visto. Además vivía sola ¡una mujer tan joven! Y no le importaba presentarse en la cantina o montar a caballo.
Lo que nadie sabía de ella ni quiso saber era que fue huérfana y tuvo que vérselas con las monjas del orfanato hasta que tuvo quince años. Entonces logró escapar y se puso a servir en una casa llena de mujeres que se ocuparon de que estudiara por las tardes, y de que tuviese un sustento hasta que decidió marchar de la casa a compartir lo que tenía con los demás. Y lo que tenía, lo único que tenía era su lectura y su escritura, y su aritmética y geometría y su poca química y literatura. Lo que fuera, ella lo quería compartir. Y se hizo maestra.
Al cura-boticario al principio tampoco le quisieron en el pueblo. ¿Cómo se iba a mezclar la ciencia con la religión? ¿No se había quemado a alguien por andar llevando la contraria a la Iglesia en temas que los científicos interpretaban mal? ¿Cómo era eso de que el cura era farmacéutico si en el seminario se estudiaba solo latín y griego y un poco de las sagradas escrituras? ¿De dónde sacaba aquel hombre esas fórmulas magistrales de las que hablaba en la botica y que de seguro eran conjuros diabólicos? Estaban empeñados en que no era el obispo el que había mandado al cura allí al morir el anterior. Pero todos eran analfabetos y nadie podía escribir al obispado en la capital. Así que cada vez acudían menos vecinos a la misa del domingo, y las viejas se reunían en otro lugar fuera de la iglesia para sus rosarios y sus novenas.
Lo que no sabía nadie en el pueblo era que el cura no siempre fue cura. Que primero fue boticario, que estudió en una de las más prestigiosas universidades del país y venía de muy buena familia, pero que cuando cumplió los veinticinco y le hablaron en casa de casarse, él les dijo que no, que llevaba demasiado tiempo haciendo lo que los demás querían de él, pero que él lo que quería era servir a Dios y a los demás, y que se marchaba al seminario. Su madre se llevó las manos a la cabeza, sus tías se desmayaron, su padre le desheredó, pero él siguió su camino. Ahora estaba en aquel pueblo perdido, donde le veían como aliado de satán, intentando dar lo que llevaba dentro, incomprendido, y esperando que alguien, en algún momento diera su brazo a torcer.
             Ya os he dicho que vais a aprender que no somos nadie para juzgar. Porque los habitantes del pueblo también tienen sus razones para comportarse como lo hacen: porque es un pueblo alejado de toda ciudad, arriba en la montaña. Sus habitantes tienen fama de duros, fríos y hostiles, pero aún son juzgados sin saber. ¿Cómo sería usted señora si no hubiera calles en su pueblo por las que andar? ¿Cómo sería usted si tuviera que vérselas cada día para llevar agua a su casa? ¿Si aún no hubiera luz, y tuviera que alumbrarse con las velas de sebo que usted misma tuviera que fabricar? ¿Si cada año con las nieves se quedara encerrada sin poder salir y tuviera que sobrevivir con lo que tuviera en la despensa? Seguro que usted señora también sería adusta en su gesto, árida en su carácter. También recelaría de cualquier forastero que viniera a contarle las maravillas  que hay en ese otro mundo que no le pertenece a usted. Porque usted no está para esas cosas. Cuando se nace para sobrevivir y morir no hay tiempo que perder. No son necesarias las letras ni los números, mucho menos la literatura que nos cuenta otras vidas que ni imaginar podemos. Las mujeres tienen que aprender a dar de comer a los hombres y a traer hijos al mundo, y para eso la naturaleza se basta. No hace falta la botica cuando las generaciones han sabido sobrevivir con los antiguos remedios que se han heredado generación tras generación. Y mucho menos hace falta que venga nadie a contarnos las bondades de un Dios que nos tiene abandonados, que nos manda o bien sequías o bien inundaciones, que hace que el ganado se lo coman los lobos y que los hijos varones nazcan muertos.
            Como veis, hay mucho que aprender siempre del que tenemos enfrente. No hace falta leer la novela para darse cuenta de ello, pero si es necesario que nos paremos un poco a pensar. ¿No sería mejor si aceptásemos al de enfrente como es e intentásemos meternos en sus zapatos de vez en cuando? ¿No se evitaría a sí mucho del sufrimiento diario que todos padecemos y ante el que muchas veces volvemos la cara para mirar hacia otro lado?
            En fin, no os cuento más porque os desvelaría los secretos de la novela.

            Pero al fin, aunque parezca que me ha dado el trabajo hecho, no está terminada. Me queda algo que pensar…Pero ya lo pensaré mañana.

PILAR FORTUNY

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